Hay autores que una vez que se leen no se les puede olvidar. Tienen el don de la garantía. Uno de ellos entró en mi vida desde la niñez, y hoy, que lo sé reeditado por la Colección Biblioteca del Pueblo, lo siento tan cercano como en aquellos días en que, imantada ante un manojo de historias increíbles, supe que leer es apropiarse de todos los tiempos.
Tal vez muchos niños y jóvenes de hoy no sepan quién fue Herminio Almendros, un hombre sabio, de imaginación brillante y visible sensibilidad, un maestro español exiliado en Cuba, adonde llegó para hacer mucho bien. Escribió textos para la docencia y fue asesor de las nuevas políticas educativas que habrían de encaminarse después del triunfo de la Revolución. Formó parte del equipo de trabajo que enrumbaría la Campaña de Alfabetización. Fundó y dirigió la Editora Juvenil y devolvió a nuestro idioma hermosas piezas de las letras universales.
Entre sus obras hay una que aviva la fantasía del lector, no solo infantil. Cualquiera que se acerque a la lectura de Oros Viejos, sentirá que desanda el mundo antiguo, el que, para explicarlo, el propio hombre transcribió en forma de leyendas. Son esos los tesoros que Almendros reúne aquí, un haz de leyendas universales de distintas partes de América, Europa, África y Asia, en el que los montes, los astros, los árboles, y la vida está explicada con respeto por la diversidad, y desde tan hermosas maneras que, a veces, por la martiana vocación de su autor, nos recuerdan a Martí.
El lector de Oros Viejos sabrá por qué en «la primavera brota la flor blanca en el Mayab y adorna los árboles y llena el aire de suspiros olorosos, y el hijo de la tierra maya la espera y la saluda con toda la ternura de su corazón», si se lee La princesa Sac-Nicté. Y sabrá, si lo seduce Ollantay, la razón por la que Coyllur, la dulce estrella, a vagar fue desterrada por campos y desiertos», y sería recordado «aquel amor que había unido por vez primera a un hijo de la Tierra con una hija del Sol».
Leyendas como Caupolicán, Samba Gana, Snegurochka, Dan -Auta, La justicia del cadí, El amor de los volcanes y muchas más quedarán guardadas en la memoria, tal como las conserva esta lectora desde la infancia, en especial la de Isapí, aquella hermosa joven india que venían a ver y a rendirse ante ella los más valientes guerreros, y a los que ella respondía con indiferencia. «Isapí no amaba ni compadecía a nadie. Por eso la llamaban también “La que nunca lloró”, porque nadie vio nunca una lágrima en sus ojos negros».
Si desde la pluma de Herminio Almendros se quiere saber en qué quedó convertida Isapí, o cómo fue que el hombre conquistó el fuego, y pasar otra y otra página, ardido de belleza, entonces estas líneas habrán cumplido su cometido. (Granma)