Lo que (más) sacude los cimientos que sostienen a un padre es el abrazo en cuyas profundidades se pierde ese muchacho o muchacha, siempre duendecillos, cada vez que el antojo sobreviene, espontáneo, divino, y muy especialmente en fechas como esta
Tal vez este particular momento que enfrentamos diste mucho de ser el más propicio para que el tercer domingo de junio miles y miles de hijos, sin distinción de estatura, le vayan encima «al viejo» para regalarle la camisa de su color preferido, o el pijamita con que se planta como un roble a ver la televisión, o ese short con que seguirá burlando al calor y donándoles voluntaria sangre a los mosquitos en instantes de apagones, o simplemente el pastel cuyo merengue la traviesa hija o nieta le rastrillará por la punta de la narizota con la yema del dedo…
Eso y mucho más es muy cierto. ¿Pero quién ha dicho que es lo material aquello que más le llena el pecho a un padre o lo que, haciendo trizas los rígidos moldes de tiempos pretéritos, le saca un hilillo de emocionada humedad por ese orificio que la naturaleza nos abrió en ambos ojos?
Las postales convencionales, las de brillante cartulina, a todo color, con flores capaces de arrancar suspiros o con muy sugerentes caricaturas, prácticamente fenecieron para retoñar intangibles, pero a la mano, en ese también florido césped del éter digital.
Tampoco es esa, sin embargo, la fórmula que estremece a un padre, a un abuelo…
Es, en primerísimo lugar, saber que sus hijos, nietos y demás descendientes existen, están vivos, tienen salud, seguridad, protección… y que siguen siendo portadores de un amor incondicional, a prueba de los proyectiles del tiempo, sembrado mediante la caricia a ras de piel, con el cuento inventado a vuelo de imaginación, en brazos o en cuna y con la «pila» de enseñanzas que saltaron cada vez que la palma de la mano ardía en deseos de propinar una buena nalgadita.
Lo que (más) sacude los cimientos que sostienen a un padre es el abrazo en cuyas profundidades se pierde ese muchacho o muchacha, siempre duendecillos, cada vez que el antojo sobreviene, espontáneo, divino, y muy especialmente en fechas como esta.
Es ese abrazo que puede ser tan cierto como la distancia cero que haya entre ¿ambos cuerpos? –en mi opinión siempre uno solo, fundido– o tan real como lo que se experimenta, hasta la mismísima médula, aunque medien miles de kilómetros entre tronco y retoño, o entre el bullicio del hogar y ese cálido sitio donde todo es silencio.
Para todos: feliz domingo… más con verso que con lo adverso, desde este suelo en el que el tiempo ha plantado y florecen millones de padres, hasta el cielo en el cual la creencia popular los trasplanta desde remotas épocas siempre, todos, al instantáneo alcance de eso que (más) estremece a un verdadero papá y no menos a un adorado y agradecido hijo o hija: el abrazo. (Granma)